martes, 13 de abril de 2010

LA CINTA BLANCA

En la más absoluta puridad, hay que armarse de valor para ir a ver una película de Michael Haneke, porque inevitablemente uno sabe que durante el tiempo que dure el film, uno va a enfrentarse segundo a segundo a la naturaleza contradictoria del hombre, a sus miedos, sus remordimientos, sus sentimientos de culpabilidad. Este heredero de Bergman, que bien podía pasar por un fantástico profesor de Historia, dedica su cine a meditar sobre el origen y la naturaleza de la violencia.
El maestro de la escuela de un pueblo protestante del norte de Alemania meses antes de la primera guerra mundial, mientras se enamora de una muchacha cándida, inocente, dulce, quiere averiguar por qué suceden cosas "extrañas" en la aldea. Muertes bizarras, suicidios, intentos de infanticidio, todo en sepia, sutil, sugerente, sin tener la más mínima importancia quién es el autor de los hechos, buscando obstinadamente preguntas, retratando cuadro sobre cuadro el origen del nazismo, gritando calladamente a través de una jerarquía opresiva y una represión emocional y física, que el absolutismo conduce al terrorismo.
Es nuestra capacidad de pensar la que nos hace humanos y libres, es nuestra capacidad de amar la que nos hace buenos y grandes.
Es curioso que después de una película tan dura, tan desgarradoramente triste, uno salga del cine y lo que más le apetezca sea besar, abrazar, sentir. Tal vez sean los afectos, la libertad de pensamiento y el amor, el hilo de la cometa que nos mantiene sujetos a nuestra condición humana, sin perder por un solo instante nuestra capacidad de volar. Quién sabe, seguiremos escuchando a Haneke...
Marta Sánchez Flores

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